Un olor extraño inunda la calle. Uno, no,
muchos. Un 4 y un 9 marcan la parada esta noche; una calle y una carrera que
más que números son música, gente, ritmo, vicio, peligro y por qué no,
libertad. Por algo le llaman: ‘La calle del pecado’
- “Soy dulce, pero en inglés me
dicen Candy”
Lo
grita a más de 4 vientos, ésta es la segunda noche de las tres que vendrán. Es
jueves y ‘Candy’ lo sabe, su cuerpo
lo sabe. Sus carnes se mueven al compás del tambor, la guasa, el clarinete y el
cununo. Del mundo la separa “la noche”
y del piso más de 15 cm de altura. Sus tacones son de un fucsia estridente, al
igual que su vestido. A no ser por su voz, pasa por mujer.
‘Candy’
es sólo uno de los tantos travestis que adornan la calle, hacen parte de ella.
La carrera cuarta con calle novena los 360 días restantes al Festival Petronio
Álvarez es conocida como la ‘Calle del Pecado’, foco de la prostitución gay de
Cali. Gigolós, prostitutos y travestis conviven en su zona pecando día a día.
“Es una tradición”, dice un policía que por primera vez cubre la
zona. Una noche de la que no sabe qué esperar.
Definitivamente,
es una tradición que año tras año ha hecho eco en la cabeza de diferentes
generaciones. Anteriormente, cuando el Festival se realizaba en el Teatro al
Aire Libre Los Cristales, los músicos se alojaban en el Hotel Camino Real y en el
Hotel Los Reyes, ambos ubicados en la misma cuadra. Después de sus
presentaciones, en procesión a ritmo pacífico, continuaban la fiesta y
terminaban en ésa calle destinada a rematar, a pecar.
Y
es que en la Calle del Pecado se mata y se re-mata. Las penas se hacen
livianas, las sonrisas flotan, algunos ceños se fruncen y los ojos no se cansan
de mirar. “Aquí hay que estar es pilas
pelados”, cuenta Adrian*; como él
mismo se denomina, “una de las tantas
ratas”, que terminan pecando acá.
Es
una calle, pero no una simple. De esquina a esquina el ambiente cambia, la atmosfera
también lo hace. O muy pesada o muy liviana, como se quiera tomar. Un “aquí se
hace lo que me da la gana” es un voz a voz que se repite en cada rincón del
lugar.
John
Urán, reconocido diseñador caleño, compara ésta mezcolanza de colores, olores,
ritmos y sabores con Europa, “es un mezcla de cosas, una mezcla de clases, aquí
se ve de todo”. Afirmación que no está nada lejos de la realidad, si usted
quiere conocer la otra cara del Petronio, debe irse a rematar.
El
ritmo se mueve, la música camina. El currulao, el bunde y el abozao hacen de
esa cuadra un escenario. Primero aquí y luego allá; la multitud se desplaza
hacia dónde va la música, se dejan llevar.
Negros,
mestizos, blancos, colorados, y hasta amarillos pintan el lugar, aquí la etnia
pasa a un segundo plano, “aquí lo que
venimos es a gozar”, repiten.
Las
barreras invisibles que dividen las clases sociales se derrumban en el mismo
instante que ‘la calentura’ comienza. “Calentura
pa’ aquí ¡eh!”, dice el negro, “Calentura
pa’ allá ¡ah!”, responde el gringo. La euforia sube, la temperatura
revienta, la energía se siente y con un grito alegre, retumba todo.
El
viche, el tumbacatre, el arrechón y el siete polvos no se quedan por fuera. El
pacífico no sólo se prueba, también se vive y se siente.
Son
las 3 am y la patrulla 24-1559 llega al lugar. Es hora de irse, no más remate
por hoy. Hay que descansar.
Algunos
se rehúsan, esta vez siguen la fiesta es por las demás calles de la ciudad. “Que no muera el paso” corean mientras
caminan, bailan y siguen “Petroneando” hasta
la colina de San Antonio, son más de 20. Poco a poco se dispersan. El sol sale
y son sólo un murmullo ya.
Es
un hecho, Petronio sabe pecar.